La eterna memoria del hombrecito de hierro

Allá, por los finales del siglo XVIII, una muchedumbre asomaba sus cabezas por la esquina de la Plaza de Armas. No era fácil distinguir una frase de entre tantas que se gritaban, pero escuchaba una y otra vez “Aduana”. Me sonaba conocida, hacía meses que su nombre sonaba con bastante frecuencia en las conversaciones a la sombra de las palmeras, lo escuchaba tanto de visitantes frecuentes como de desconocidos, viajeros tal vez.

Unos años después, dejé de escuchar de la Aduana con tanta frecuencia, hasta que alguien por fin se detuvo a explicarme qué había pasado. Esta institución cobraba los impuestos que España imponía y estos habían aumentado. Esas muchedumbres que vi durante tantos años, lo habían logrado. Sacaron de la prisión a todas esas personas que arrestaron por las deudas y destruyeron su sede.

Para el siglo XIX, la cosa se ponía cada vez más seria. Tan hartos estaban todos de los abusos y maltratos que habían decidido independizarse de la Corona Española. Hubo muchísimas guerras y guerrillas, ya no recuerdo si vi todas, pero vi bastantes y a mi gente irse con ellas.

Fue en el verano de 1825 que juraron la Independencia en Arequipa. Tuve la suerte de presenciarla y podría llenar muchísimas hojas describiendo toda la emoción y alivio que vi en mi gente, pero mucho caso no tiene, porque no fue el inicio de ninguna utopía.

Sin ningún periodo de paz y tranquilidad, a mediados del siglo XX estalló otra rebelión, pero en todo el país. Escuchaba una y mil veces al día que el presidente Odría quería legitimar su dictadura.

Claramente, el general y presidente Odría tenía a las fuerzas militares y policiales de su lado, las cuales utilizó para reprimir esta causa. Lo vi todo, vi la brutalidad y ferocidad, la frustración y cólera. Vi como cayeron adultos y jóvenes que no llegaban ni a los 18 años, dizque hubo un problema de comunicación entre los militares. Lo vi todo y escuché todo, especialmente a las madres de las víctimas que lloraban mientras buscaban a sus hijos…

Hace más de un año, inicios del siglo XXI, las cosas cambiaron. De repente ya no venía gente a verme, casi nadie pasaba por las calles. Me vi casi solo y ensordecido por el silencio de las calles, hasta el final de la primavera.

Yo ya me estaba acostumbrando a la soledad y me extrañó demasiado que tanta gente se juntase de repente. Llegué a enterarme de que una pandemia había azotado el mundo y que por eso había tan poca gente en las calles.

Vi a la gente tomar las calles para expresar su descontento. El presidente había sido vacado y el pueblo no estaba satisfecho con la persona que había asumido el cargo. A mi mano derecha exigían que se eliminase la inmunidad parlamentaria, mientras que en la a mi lado izquierdo hablaban de hacer que el presidente anterior vuelva y, unos días después, reclamaban por dos jóvenes que murieron en las protestas de la capital.

Escuchar eso estrujó mi corazón, recordé a los jóvenes del siglo anterior y, no me malinterpreten, pero me puse a pensar si es que acaso mi tierra no está condenada a la eterna pugna o tal vez, solo es que por cada mal que se va, llega otro a tomar su lugar.

He visto mucho, pero he vivido poco, por eso supongo que no puedo decir mucho. A final de cuentas, solo soy el hombrecito de hierro que adorna la pileta de la Plaza de Armas.

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